“Mi voz se eleva a Dios, y a Él clamaré; mi voz se eleva a Dios, y Él me
oirá.”
En la infancia de cualquier niño,
hay una cosa que no falta, un factor que es común en todos los niños, los
miedos. Todos los niños tienen miedo, miedo a la oscuridad, miedo a que haya
algún monstruo debajo de su cama, miedo a que su padre o su madre le dejen solo
por la noche, etc. Igual que hay miedo en ellos, sus padres le producen
seguridad, es tal su confianza, que saben que si ellos le prometen algo lo
cumplirán, al fin y al cabo, sus padres son sus mayores héroes, son los que le
cuidan, los que le quieren, los que tienen cuidado de ellos, y los que cuando
vuelven a casa llegan con un juguetito.
El niño, en su infancia es
alguien confiado, que por lo que él ha vivido, ha experimentado como sus padres
le amaban, como le quieren, como le cuidan. Pero el paso de los años empieza a
traer decepciones, y los padres ya no responden como el niño espera, parece que
se han vuelto irresponsables. Las palabras que escribe el salmista, son
palabras reales y que debieran ser certeza en nosotros “mi voz se eleva a Dios, y a Él clamaré; mi voz se eleva a Dios y Él me
oirá.”
En nuestra niñez espiritual,
sabemos y estamos seguros que si le pedimos a Dios, Él nos lo va a dar, al
igual que un niño la confianza es máxima, pero con el crecimiento el niño se da
cuenta de que sus padres no son tan geniales, que a veces le castigan, que en ocasiones
no consigue todo lo que quiere porque ellos no quieren o no ven conveniente
darle todo. El niño encuentra cierta desilusión en ellos y esto les lleva
enfadarse, enrabietarse e incluso rebelarse contra ellos.
Esta misma tendencia en ocasiones
nos ocurre con Dios, en la conversión todo era bonito, pero con el paso del
tiempo, llegó la disciplina a nuestras acciones, los silencios de Dios, la
falta de respuesta, los “no” a nuestras oraciones, parece que Dios falla, que
se ha olvidado, que desde nuestra necesidad no es tan perfecto y nos ha dejado
de lado. Esto no demuestra nada más que la inmadurez de nuestras vidas, y la
débil percepción que tenemos de Dios. No nos cansemos de clamar a Dios, no
desistamos que golpear con fuerza la puerta hacia el trono de la gracia,
elevemos la voz hacia Dios, clamemos hacia Él, Él nos oirá y ciertamente
responderá en el momento adecuado.
AP
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